Cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Se le acercaron sus discípulos y comenzó a enseñarles, hablándoles así: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos” (Mt. 5, 1-12).
Ante los grandes desafíos para la evangelización en el mundo de hoy: la apatía por lo religioso, la falta de misericordia, la proliferación de sectas, la ignorancia religiosa, la falta de vocaciones sacerdotales y religiosas, entre otros, debemos recordar que para evangelizar nuestra sociedad necesitamos mucha oración. El Papa Francisco nos recuerda constantemente que “la evangelización se hace de rodillas”, pues sin relación con Dios, la misión se convierte en oficio. El riesgo del funcionalismo y el activismo son tentaciones constantes para ministros de la Iglesia y misioneros. Debemos, pues, cultivar la dimensión contemplativa de nuestra vida. Mientras más nos llame la misión para salir al encuentro de los pobres, más unido debe estar nuestro corazón al de Cristo, siempre lleno de misericordia y amor.
La primera labor del apóstol es la oración, después el anuncio del Evangelio. La fecundidad pastoral, la fecundidad del anuncio del Evangelio, no procede ni del éxito ni del fracaso según criterios de valoración humana, sino de la conformación con los criterios de Jesús, que siempre invitan a la salida de uno mismo y a la entrega, al amor.
Si la evangelización en el mundo se hace con oración y confianza en Dios, también la evangelización de la familia se hace con esta misma lógica. Dios ha dado una vocación y misión específica a los esposos y padres de familia para que siembren la buena semilla en el hogar. Pero sin contemplación y escucha atenta a lo que Dios nos pide, será imposible llevar el timón de la casa. Los pequeños problemas de cada día se convertirán en inmensas montañas, imposibles de escalar. Todo se torna difícil y oscuro cuando nos alejamos del Señor y todo lo podemos cuando nos unimos a Aquel que siempre nos conforta.
La familia no puede olvidar que es comunidad de oración. No pueden faltarle los encuentros y diálogos con el Señor, para alimentarse no solo de pan material, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios. Ella es una comunidad sostenida siempre por la Palabra de Dios y la Eucaristía dominical, lugar de comunión, donde la familia encuentra alegría y fortaleza para seguir adelante.