Los atentados contra la vida, el descarte de los débiles, la destrucción de la familia y la violencia generalizada, reflejan la pobreza espiritual y moral de la sociedad. En un mundo egoísta, todos nos sentimos más solos, frágiles y marginados.
La eutanasia y el suicidio asistido son una derrota para todos. La respuesta a la que estamos llamados es no abandonar nunca a los que sufren, no rendirse nunca, sino cuidar y amar para dar esperanza. La cultura de la muerte y la cultura del descarte no son un signo de civilización sino un signo de abandono que también puede ser disfrazado de falsa compasión. Es necesario asumir la tarea de trabajar junto a los que sufren y de acompañarlos. P. Francisco.
La Iglesia siempre ha pedido que se respete la vida desde la concepción hasta la muerte natural. Con respecto a la eutanasia y el suicidio asistido, asegura que son serias amenazas para las familias. La Iglesia se opone firmemente a estas prácticas y siente el deber de ayudar a las familias que cuidan a sus seres queridos, tanto a los enfermos como a los ancianos Amoris laetitia, 48.
Cuidar al hermano es un deber de justicia; si promovemos la vida no podemos hacerle daño a la persona. La atención al enfermo tiene que ser integral y velar por su bienestar fisiológico, psicológico y espiritual. El cuidado pastoral de todos, familiares, médicos, enfermeros y capellanes, puede ayudar al enfermo a permanecer en la gracia santificante y a morir en el amor de Dios. Si falta la fe, el miedo al sufrimiento y a la muerte, constituyen las causas principales de la tentación de controlar la llegada de la muerte, aun anticipándola, con la eutanasia o el suicidio asistido Cf. Carta Bonus Samaritanus, sección I, 2020.
El desprecio a la vida y el exterminio de los pobres por parte de sistemas políticos nefastos, han sido siempre característica de sociedades decadentes, así sucedió en la Alemania nazi y en otros sistemas totalitarios. Según esta perspectiva, cuando la calidad de vida parece pobre y no es útil, no merece la pena prolongarla. Se reconocen los derechos de los animales, pero no se reconoce que la vida humana tiene un valor por sí misma y es sagrada.
Existe una errónea comprensión de la compasión, la eutanasia compasiva propone que para no sufrir es mejor morir. Quienes piensan así olvidan que la compasión humana no consiste en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo y sostenerlo en medio de las dificultades, ofreciéndole atención, afecto y medios para aliviar su sufrimiento. Experimentamos también un individualismo creciente que lleva a la soledad porque empobrece las relaciones interpersonales, desapareciendo la caridad y la solidaridad, tan necesarias para afrontar los momentos difíciles de la vida.
Este modo de pensar egoísta se expresa a través de leyes que legalizan las prácticas del aborto y la eutanasia, procurando la muerte de los niños, ancianos y enfermos, porque no hay un espacio para ellos en la sociedad. Son los descartados de hoy. El Papa Francisco ha hablado de la cultura del descarte donde las víctimas son los seres humanos más frágiles. San Juan Pablo II calificó a esta postura como cultura de la muerte, que genera confusión entre el bien y el mal.
Jesucristo nos invita a vivir la caridad sobrenatural y a identificarnos con cada enfermo. Cada vez que lo hiciste con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hiciste Mt 25,40.