Al celebrar en junio el Día del Padre, debemos manifestar nuestra gratitud a Dios Padre, por habernos dado un padre en la tierra. Al hombre que llamamos papá le debemos gratitud, amor y tiernos cuidados, especialmente en los años de su vejez. “Todos nacemos hijos. Esta es la primera cosa que debemos considerar, es decir, cada uno de nosotros es sobre todo un hijo, ha estado confiado a alguien, proviene de una relación importante que lo ha hecho crecer y que lo ha condicionado en el bien o en el mal. Tener esta relación y reconocer su importancia en la propia vida significa comprender que un día, cuando tengamos la responsabilidad de la vida de alguien, es decir, cuando debemos ejercer una paternidad, llevaremos con nosotros la experiencia que hemos hecho personalmente. Podríamos decir que los hijos de hoy deberían preguntarse qué padres han tenido y qué padres quieren ser” (Papa Francisco).
En el episodio de Pentecostés aparecen algunas actitudes que caracterizan a los apóstoles antes y después de la venida del Paráclito, que pueden servirnos para reflexionar sobre nuestra vida familiar y la relación con nuestros padres, bajo la guía del Espíritu de Dios. A los apóstoles, primero los invade el miedo y la tristeza, luego aparecen la unidad, la fortaleza, la alegría, la paz y el perdón.
El Espíritu Santo vence el miedo y les da valor para salir al encuentro de todos y anunciar la obra de Dios. Son muchos los miedos que hoy también nos dominan: miedo a derrota, al rechazo, al dolor, a la marginación, a perder la reputación.
En Pentecostés, todos los que escuchaban comprendían la predicación de los Apóstoles. Ellos anunciaban las obras de Dios. ¿Qué anunciamos nosotros? ¿Verdades, mentiras, chismes, difamaciones, engaños? Perdemos la confianza de los demás cuando desaparece la verdad de nuestros labios y surgen solo falsedades. Pero cuando somos sinceros y honestos, terminamos hablando el lenguaje del amor, un lenguaje sin límites, que es comprendido por todos.
Dios abre fronteras, no crea barreras. Lejos de un cristiano, el individualismo y la autorreferencialidad. En el mundo del desarrollo de los medios de comunicación, estamos más incomunicados que nunca, vivimos más egoístas, desorientados y solitarios. Los jóvenes, y también muchos adultos, solo tenemos ojos para la pantalla del ordenador o del teléfono, y no somos capaces de mirar al frente para descubrir las necesidades de nuestros padres.
El Espíritu Santo nos conduce al encuentro con el Señor y alegra nuestra existencia. Un hijo de Dios no puede sentirse obligado a asistir a la Eucaristía. No nos mueve la costumbre o el recuerdo de tradiciones pasadas. Es el Señor el que nos atrae con la fuerza de su amor. Vamos al encuentro con Jesús porque sentimos la necesidad de Dios. Es el mismo Espíritu divino el que abre las puertas de nuestras relaciones y hace que desaparezcan los malentendidos, el deseo de dominar sobre el otro, la violencia y la manipulación.
Si estamos unidos y nos integramos, somos entonces la Iglesia del Resucitado, del Espíritu Santo. Así debe ser la experiencia de la familia cristiana. No existe la familia perfecta, ni padres perfectos, pero todos sus miembros deben buscar lo que une, para superar juntos el dolor y las crisis cotidianas
